Soberanía popular, mandato imperativo y representación en Rousseau y Sieyès

Marcelo Vera

Marcelo Vera

El objetivo de este ensayo es analizar las concepciones de soberanía popular de Rousseau y Sieyès a la luz de su posición sobre el mandato imperativo y la representación. La tesis que sostengo es que las diferencias entre los autores responden a una incompatibilidad de principios que subyace a sus teorías constitucionales pese a tener elementos en común. En concreto, veo en Rousseau una doctrina anclada en la participación directa del pueblo como forma de conciliar la libertad y la obligación política, inspirada en la tradición republicana y las costumbres cívicas de los antiguos, mientras que en Sieyès la representación es una forma racional de estructurar el poder político en sociedades de creciente complejidad. Lo que da como resultado, por un lado, un modelo de autogobierno colectivo y, por otro, uno de gobierno representativo basado en la deliberación.

Para sostener esto, comenzaré explorando la sustancia normativa del Contrato Social (CS) para demostrar que existe una teoría constitucional aplicable al diseño institucional donde la participación directa de la ciudadanía es esencial. Luego mostraré cómo en Considerations on the Government of Poland and on Its Planned Reformation (OP) el ginebrino busca conservar los elementos fundamentales del CS mediante concesiones institucionales donde la representación se adopta bajo estrictos criterios como el mandato imperativo. Compararé esta doctrina con Sieyès rescatando algunos puntos compartidos, pero poniendo énfasis en las diferencias sustantivas con el fin de probar que el proyecto del abate es una respuesta distinta a las demandas de transformación política de su tiempo.

Defenderé que el CS de Rousseau (2007) plantea una teoría político-jurídica cuyo principio normativo es la soberanía popular expresada en su concepto de voluntad general. Pretendo diferenciarme de interpretaciones del ginebrino como las acusaciones de ser un antecedente del totalitarismo (Talmon, 1952) o centrarme demasiado en la nostalgia de las virtudes cívicas antiguas (McDonald, 1965; Shklar, 1969). Hay elementos de estas visiones que comparto, como la influencia del modelo de la ciudad-Estado y la tradición republicana en el autor, pdfo aunque Rousseau es pesimista sobre las posibilidades de reformar los Estados de su tiempo, no podemos concluir que sus escritos se limiten a ser utopías normativas. Al contrario, existe un proyecto institucional claro que presupone la participación ciudadana, la primacía del poder legislativo y los límites al gobierno (Maus 2007; Bachofen 2011).

El CS es el intento de Rousseau de conciliar la libertad del individuo y la obligación política, dada la necesidad natural de vivir en sociedad. El fin del pacto es la protección de cada individuo y sus bienes, siendo la razón para convenir obligaciones recíprocas el beneficio mutuo. Las cláusulas de este se reducen a “la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la humanidad […] Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general” (Rousseau, 2007, p. 46). El cuerpo político que resulta puede entenderse, siguiendo a Maus (2007), como una persona jurídica capaz de ejercer derechos y contraer obligaciones cuya legitimidad depende del cumplimiento de los objetivos con que fue instaurada. De esta forma, el Estado no es una entidad que ontológicamente precede a los asociados. Su dirección y fuerza tienen un origen político, no metafísico.

La voluntad general es el corazón del Estado y guía su accionar. Se trata de un concepto disputado, pero lo plantearé como un principio con dimensiones normativas y procedimentales. Me inspiro en la lectura de Williams (2015), centrada en la encarnación de valores como justicia, igualdad y libertad; y en las tres condiciones de generalidad de Maus (2007), debiendo emanar del pueblo en su conjunto, aplicar a todos por igual y tratar materias que conciernen a todos en general. Al expresar el interés común de los ciudadanos, Rousseau (2007) la distingue de la voluntad de todos -que es la suma de las voluntades individuales-, siendo su objeto el bien común y su protección en un marco común de normas autoimpuestas. Es inalienable porque viene del pueblo, indivisible por su generalidad y no se puede representar.

La forma jurídica de la voluntad general es la ley y la soberanía es el ejercicio de esta facultad. El concepto de ley de Rousseau se asemeja a lo que llamamos normas constitucionales, pues constituyen la estructura doctrinal y orgánica del cuerpo político (Colón-Ríos, 2016). Sólo el pueblo soberano puede detentar el Poder Legislativo, pero no debe ocuparse de asuntos particulares. Rousseau asegura que esta confusión de funciones trae la ruina del cuerpo político, delegando esta tarea al gobierno, cuya función ejecutiva es la fuerza del Estado al ser la condición del derecho aplicado, pero no deja de estar subordinado al Legislativo, sin poder soberano alguno, pero tendiente a degenerar excediendo sus funciones (Bachofen, 2011). Por ello, Rousseau dedicó varios pasajes al control del gobierno tanto en el CS como en OP (Rousseau, 2005).

La preocupación de Rousseau (2007) sobre la usurpación lo lleva a rechazar la representación política, entendida como la delegación de la función legislativa a cuerpos deliberantes. Afirma que desde “el instante en que un pueblo se da representantes, deja de ser libre” (p. 123), proponiendo en su lugar asambleas regulares fijadas por ley donde el pueblo pueda deliberar y decidir por sí mismo sobre materias como la forma de gobierno y quienes serán los gobernantes. De esta forma, la participación se institucionaliza como forma de proteger la soberanía popular que, a su vez, es la esencia del CS.

Ahora bien, la lógica política contextualista del ginebrino le permite hacer concesiones institucionales para adaptar su proyecto a situaciones concretas, siendo la representación un ejemplo de ello (Vicenti, 2018). Así, en OP consiente que la extensión de Polonia hace necesaria la representación, pero bajo criterios estrictos que eviten la corrupción de los representantes. Para ello, se apoya en la estructura federal organizada en Sejm -asamblea nacional- y Sejmik -asambleas locales-, manteniendo una estructura ascendente donde los ciudadanos deliberan en los segundos, elaborando instrucciones vinculantes para delegados elegidos enviados al primero. El mandato imperativo tiene la función de reforzar el vínculo entre el pueblo y sus delegados de tal modo que: “Nation sends Deputies to the Diet, not in order to state their private sentiment there, but in order to declare the wills of the Nation” (Rousseau, 2005, p. 190), siendo clave en la preservación de la sustancia del CS.

Existen similitudes en los proyectos de Rousseau (2007) y Sieyés (2019). Los autores se remontan a una primera convención para fundar la legitimidad del orden político en el consentimiento de los gobernados. Ambos tratan la conversión de las voluntades individuales a una voluntad común que dirige el cuerpo político. Para los dos la ley expresa la forma jurídica de esa voluntad y el poder legislativo encarna la soberanía, mientras el gobierno opera como ejecutor. Sin embargo, aunque el abate ha sido leído como una moderación del proyecto del ginebrino, existe evidencia de que fue un crítico de su teoría política, considerándola poco apropiada para la modernidad. Elaborando en su lugar una teoría constitucional propia anclada en la representación y la deliberación racional (McDonald, 1965; Baczko, 1988).

A diferencia de la distinción de Rousseau entre el carácter mayoritario de la voluntad de todos y su concepto de voluntad general, Sieyès (2019) favorece una interpretación numérica de la voluntad común, siendo necesario que las personas “discutan entre sí, decidan sobre las necesidades públicas y los medios para proveerlas” (p. 60) para dar con ella. La posición del ginebrino sobre la deliberación es ambivalente, pero incluso si concebimos que puede darse con la voluntad general a través de ella, el abate introduce un tercer estado ontológico de las sociedades donde la complejidad del Estado moderno hace necesaria la representación. Así, “ya no es la voluntad común real la que actúa, sino una voluntad común representativa” (Sieyès, 2019, p. 61).

Lejos de ser una concesión, para Sieyès la representación es principio estructural de la vida política (Goldoni, 2012). Consideraré esto a la luz de su utilidad y validez. Respecto a lo primero, el abate y Rousseau coinciden en que los Estados grandes y numerosos deben recurrir a la representación por cuestiones de factibilidad, pero además sostiene en el Discurso sobre el Veto Real que dadas las características de las sociedades industriales “Nous sommes donc forcés de ne voir, dans la plus grande partie des hommes, que des machines de travail” (Sieyès, 1789, párr. 12). Esto no les quita la ciudadanía ni sus derechos cívicos, pero hace impracticable las costumbres políticas de los antiguos. Por ende, la representación es la única forma racional de ejercer el poder político en las sociedades modernas.

No toda representación es válida para Sieyès (2019), como se manifiesta en su crítica a los tres órdenes estamentales del Antiguo Régimen. Es fundamental que exista una relación de identidad entre el pueblo y sus representantes, debiendo estos ser escogidos por los votos individuales de los ciudadanos, siendo la composición de la Asamblea similar a la de la ciudadanía. Esta semejanza resulta vital puesto que, a través de la deliberación de los representantes y la construcción de consensos, la voluntad particular de cada uno transmuta para producir una voluntad común que representa al pueblo. Así, el abate afirma que “Donc les Citoyens qui ſe nomment des Repréſentans, renoncent & doivent renoncer à faire eux-mêmes, immédiatement la Loi” (Sieyès, 1789, párr. 14). Tomando una distancia crítica con Rousseau (2007) que profundiza en su crítica a la doctrina del mandato imperativo.

Sieyès (1789) no menciona la propuesta del ginebrino en OP, pero señala que el mandato imperativo desnaturaliza el proceso político y fragmenta la unidad de la nación. El representante es un actor deliberativo cuya tarea es la síntesis institucionalizada de las voluntades particulares. Tal función es mencionada por el abate tanto en la política ordinaria como en los momentos extraordinarios de redacción de una Constitución, donde se eligen representantes para una Asamblea Constituyente en donde “su voluntad común equivale a la de la misma nación” (Sieyès, 2019, p. 67). Sujetarlo a instrucciones sería transformarlo en un mero buzón de preferencias desagregadas, cuyo efecto sería perjudicial para el Estado al fragmentarlo en una colección de democracias aisladas. Por ende, “Le Peuple ou la Nation ne peut avoir qu’une voix, celle de ſa légiſlature nationale” (Sieyès, 1789, párr. 17).

De esto se deriva que el rol del pueblo es pasivo en tiempos de política ordinaria y, en situaciones extraordinarias de crisis o fundación, consiste en el ejercicio del poder constituyente entendido como un momento de autorización para la creación de un nuevo orden constitucional a través de la delegación a representantes excepcionales (Rubinelli, 2017). Si bien esto tiene dimensiones conservadoras comparándolo con la participación en Rousseau (2007; 2005), debe notarse que Sieyès (2019) todavía evoca el principio de soberanía popular, aunque desde una perspectiva distinta. El pueblo es el único fundamento legítimo de cualquier orden jurídico-político y, por consiguiente, basta su voluntad para cesar o crear todo derecho positivo.

Para concluir, en este ensayo se examinaron las concepciones de soberanía popular de Rousseau y Sieyès a partir de su posición sobre el mandato imperativo y la representación, dando cuenta de las diferencias sustantivas entre ambas teorías constitucionales. Para el ginebrino, la participación del pueblo en la elaboración de leyes es una condición necesaria para que estas expresen la voluntad general que equivale al corazón del cuerpo político y da validez al pacto social. La representación sólo se acepta como un mal necesario cuando la participación directa es inviable, siempre bajo controles como una estructura federal con deliberación ascendente y mandatos imperativos. Por el contrario, Sieyès considera que la representación es la forma apropiada de ejercer el poder político en las sociedades contemporáneas, defendiendo la capacidad de elaborar juicios propios y deliberar con miras al bien común.

Las divergencias entre los autores permiten iluminar nuestra comprensión de un debate vigente en las teorías democráticas contemporáneas entre los modelos participativos y deliberativos. El ginebrino ofrece interesantes propuestas de mecanismos participativos vinculantes que pueden ser de ayuda en la búsqueda de revitalizar la relación entre ciudadanía e instituciones representativas, lo que va en línea con tendencias de innovaciones democráticas. Por otro lado, Sieyès entrega una justificación moderna de la representación en términos de utilidad, validez e identidad. Sus respuestas al dilema de cómo mantener el concepto de soberanía popular en un mundo muy lejano a los paradigmas de la democracia directa nos permiten pensar en fundamentos normativos para reformas institucionales que fortalezcan nuestras democracias integrando instituciones representativas y de participación directa de forma armónica.

Referencias bibliográficas

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